Esta mañana me he
dedicado a intentar organizar, en la medida de mis posibilidades, cada vez más
menguadas por los años y esta desidia vital que, de vez en cuando, se ceba en
mí, mi caótica biblioteca. Esa biblioteca que he ido acumulando durante toda
una vida y que, a lo largo, de sus abarrotados anaqueles habla tanto de mí. Cada
ejemplar cuenta una historia diferente… una historia diferente de mí. Ya sé,
querida Filis, que siempre me dices que lo mejor que podía hacer es
desprenderme de tantos libros, que para qué tengo tantos… lo sé, pero sin
embargo, y aunque no puedas entenderlo, estos libros ya forman parte de mi propia
vida.
No creo que, con toda justicia, se me pueda considerar
una persona excesivamente ordenada. Sin embargo, ese aparente caos, suele tener
un cierto orden, concedo que arcano y abstruso y, tal vez, solo inteligible
para mí. Pues bien, como comentaba, esta mañana, después de una larga noche de
insomnio, algo ya crónico en mí, me he levantado muy pronto con la idea de
localizar un venerable tomo de “La barraca” de Blasco
Ibáñez de la editorial Prometeo (la propia editorial del autor), con el que
recordaba haber soñado en ese duermevelas (¡qué bellísima palabra!), no sé por qué
motivo.
Estaba trasteando con los libros cuando un viejo volumen cayó
al suelo abriéndose. Me agaché con fastidió y comprobé que entre las páginas de
aquel libro había una vieja fotografía. La fotografía, muy deteriorada,
mostraba, en esos melancólicos tonos sepia, a una joven que miraba tímidamente
a la cámara apoyando una de sus manos, con abandono, en el hombro de un
caballero que, sentado, desafiaba con una mirada orgullosa al espectador bajo
un gran y orgulloso bigote prusiano. Me quedé un buen rato mirando la foto, obnubilado.
Creo que perdí la noción del tiempo. Como bien sabes, querida Filis, me suele
ocurrir, con mucha frecuencia, que me quedo en estado “catatónico”, como tú
dices. No te ocultaré, que siempre he sentido una especial debilidad por las fotografías,
sobre todo por las antiguas, cuando no había tantos avances y hacerse un
retrato era algo excepcional.
Esa foto me ha retrotraído a mi propia infancia, a esa
época que, aunque para mí tiene un recuerdo feliz, gracias a esa facultad del
ser humano de olvidar lo malo y recordar siempre lo más positivo, sin duda fue
un tiempo difícil y coloreado en tonos grises. Una época de oscuridad, de
miedo, de palabras apenas susurradas y de silencios elocuentes y clamorosos. En
esa triste época transcurrió mi infancia. Tal vez por eso sea una persona
inclinada a la melancolía y, sin duda alguna, esa infancia solitaria ha marcado
mi profesión y mi pasión por la literatura. No puedo evitar sonreís, con una
cierta indulgencia y nostalgia, cuando recuerdo esas largas tardes de invierno,
mientras la lluvia se deslizaba mansamente por los empañados cristales, sentado
en un taburete leyendo. Esas lecturas, esos libros, me mostraban un mundo
apasionante, un mundo desbordante de color, totalmente desconocido para mí, y me
hablaban de otras vidas, de otros lugares, de otras gentes, que desbordaban la
estrechez y las penurias de mi existencia. Gracias a un tío mío, soltero, que
era un hombre que poseía una ciertas inquietudes culturales, tuve acceso a su
biblioteca y aquello fue lo que cambió mi vida.
La muchacha de la fotografía me seguía observando,
ruborizada, con esa mirada tamizada por la pátina de los años transcurridos. ¿Qué
habría sido de aquella muchacha? ¿Por qué motivo se habría retratado? Porque en
aquella época, haciendo una estimación, a juzgar por el vestido que llevaban
los personajes y el deterioro tan acusado de la fotografía, la gente sólo se
retraba con motivo de algún acontecimiento, especialmente relevante o
significativo para ellos. Con toda seguridad aquella hermosa joven, de la
mirada triste, ya habría fallecido, calculo que aquella foto podría tener más
de ochenta años. Sin embargo, en aquel instante detenido de una vida, en
aquella postura congelada en sepia, una parte de ellos quedó, también, sujeta a
la inmortalidad.
Nunca sabré, querida Filis, ni su nombre, ni quién era, ni
qué acontecimiento ocurrió para ponerse ante el objetivo de la cámara, y todo
quedará velado por el silencio del paso de los años, pero, sin embargo, de
algún modo su mirada, su tímida sonrisa, su actitud de abandono nunca habrán
muerto del todo porque siempre vivirán en la memoria y en la retina de los
vivos que contemplen, en algún momento de sus existencias, su frágil y etérea
imagen y piensen en esa muchacha de la mirada triste.
Muy hermoso como escribes Luis !!!! Eres un estupendo reseñista, pero también un excelente escritor. Trasmites las emociones de un modo muy sensible. Gracias !!
ResponderEliminarMe dejas sin palabras, mi querida amiga Miranda, gracias por la atención que me dispensas y a tu indulgencia. Un beso muy grande para aquella bonita tierra argentina
ResponderEliminarUn saludo Luis.
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